jueves, 16 de octubre de 2008

Sangre de gato

Después de escuchar que el diario ABC es “de izquierdas”, que España no es racista (Inglaterra tampoco), después de ver a las sociedades del “primer mundo” (?) pagar con alegría, aunque sea con su propio dinero, los lujos de otros, después de tantas cosas me pregunto: ¿qué tenemos en la cabeza?
Condicionados desde que nacemos, damos por válido el mundo en el que vivimos. Con más o menos facilidades nos incorporamos a la sociedad vigente, anteponiendo la comodidad al resto de cosas. Las pequeñas desviaciones son acalladas, todo vale para “enderezarnos”. Así, nos convencen, gritan lo que queremos oír para hacernos sentir mejor. Y nosotros, tan contentos. ¿Qué más se puede pedir? Nos conformamos con poco. Nos vale con escuchar que somos libres (?), que velan por nuestra seguridad (tanto física como económica) (?), que votamos a nuestros gobernantes en una democracia justa (?) y un largo y extenso etcétera. Poco más nos da.
“Yo no tengo la culpa de que otros lo pasen mal”, nos convencemos a nosotros mismo. ¿Mal? Que haya personas en el mundo que se mueran por no tener agua potable es pasarlo bastante peor que mal. Bueno, tampoco es cuestión de amargarse los días pensando en las injusticias, ¿no? “Yo tampoco puedo hacer nada por ellos.”
Para no sentirnos asesinos en exceso, nos apoyamos unos a otros. Nos damos palmadas en la espalda, tampoco es para tanto. “Pobrecitos”, decimos cuando, por ejemplo en la televisión, nos muestran imágenes de la realidad en ese otro mundo al que, para no equivocarse, llamamos “tercero”, “qué injusto es el mundo” y nos vamos a tomar una Coca-Cola con la que manchamos nuestra camiseta de Nike.
Llego a la conclusión de que es eso, que tenemos demasiadas cosas en la cabeza. Tantas, que no nos dejan ver el resto. La pena es que todos esos pensamientos sean superfluos y banales. Nos limitados a “sobrevivir” (como lo llaman algunos que nunca han tenido problemas mayores) dentro de nuestra burbuja, con los ojos bien cerrados, ajenos a todo lo demás porque “queda tan lejos”.
Y ahora sé que esto es lo que tenemos, pobres de nosotros, en la cabeza: sangre de gato.

domingo, 12 de octubre de 2008

Ayer por la noche

Mientras Madrid dormía y el cielo descargaba toda su ira sobre la ciudad, recorría las calles solitarias. Todo era de un color gris oscuro y apagado. Mis pasos, rápidos al principio para poder refugiarme de una noche que no parecía amigable, fueron cada vez más lentos.
Miré hacia el cielo encapotado y, cuando mi mirada volvió a posarse en el pavimento, ya no sentía la prisa de llegar a ningún sitio. En su lugar, despertó en mí una única necesidad, la de disfrutar de aquel momento.
Comencé a sentir el viento enredarse en mi pelo y en mis manos. Acariciaba, sin ser invitado, cada parte de mi cuerpo. Al pasar me dejaba sus historias, las que fueron y las que serán. Sin prisa, me contó lo que había visto. Me habló de lugares lejanos y de tiempos pasados mientras jugaba con las hojas secas que había en el suelo. Las gotas de lluvia que caían sin tregua me empapaban de leyendas de mares y nubes, de ríos y viajes.
De pronto, los susurros se extinguieron. Abrí los ojos y no pude encontrar ni rastro de lluvia o viento. Se había ido sin previo aviso y me habían dejado en medio de la calle, sola, en un estado de suspensión. Visiblemente, sólo había cambiado una cosa. Mis labios y mi corazón esbozaban una radiante sonrisa.
Sólo sentía una cosa, el sabor de la libertad en mi paladar. Sin saber por qué eché a correr, sin pararme, deseaba volar.
Y entonces me di cuenta que había sucedido lo que tantas veces había soñado.
Peter Pan había venido, al fin, a visitarme.


*Esta música me hace sentirme realmente libre.
http://www.youtube.com/watch?v=mjh416x-dkY

jueves, 9 de octubre de 2008

No sabía dónde iba cuando se fue, ni supo qué hacer cuando llegó. Siempre se había sentido perdido, fuera de lugar. Fue una de las muchas cosas que no cambió.
El problema de tener mucho tiempo es que acabas pensando. Y lo malo de pensar es que, antes o después, te acabas dando cuenta de que las cosas van mal. Su mayor agonía eran los trayectos en metro. Ese hervidero de calor y prejuicios le parecía eterno. Aunque lo retrasaba todo lo posible, siempre empezaba demasiado pronto; aunque lo único que deseaba era llegar a su destino, siempre acababa demasiado tarde.
Para distraerse, observaba todo lo que le rodeaba. Siempre veía a su alrededor lo que él nunca podría tener. Veía madres con tiempo para sus hijos, veía gente leyendo, gente hablando y riendo. Intentaba fijarse en todos los detalles. Menos en los ojos. Cuando, sin querer, tropezaba con alguno sentía vergüenza y huía. Nunca llegó a saber lo que realmente se escondía detrás de esas miradas, nunca supo ponerle nombre. Era una mezcla entre miedo, pena, desprecio e indiferencia. Pero lo que menos entendía era el por qué de esas miradas. ¿Acaso era diferente? ¿A caso era peor? No lo sabría.
Algunas veces se sentía tan distinto que, sin que nadie le viera, se le escapaba una lágrima. Lloraba en silencio, sólo, mientras la gente pasaba a su lado, se apretaba contra él en el hormiguero de la hora punta. Nadie reparaba en su llanto, nadie supo nunca por qué lloraba.
En esos momentos, la indiferencia del mundo se le atragantaba en la garganta. Caminaba, sin rumbo, sobre un suelo de cristal que se rompía a su paso, como la vida prometida que había venido a buscar.
Sólo una vez, una única vez, alguien se paró a su lado. Era un niño pequeño. Se quedó unos momentos mirándole. En su mirada no había nada, sólo curiosidad.
- “¿Lloras porque no tienes casa?”, le preguntó de repente.
- “No. ¿Por qué crees que no tengo casa?”
- “Bueno, los negros nunca tienen casa, ¿no?”
Esbozó una triste sonrisa, la sinceridad sin maldad de aquel niño le inspiró ternura.
- “Lloro porque no tengo hogar.”
Y supo que nunca sería feliz.

jueves, 2 de octubre de 2008

Una estrella fugaz cualquiera


Durante muchos años había vagado sin rumbo por el espacio. Tomaba un camino, otro, pero nunca tenía claro cuál ni por qué. Le divertía sorprenderse a sí misma con las decisiones que tomaba.
Un día cualquiera, algo llamó su atención. Allí, lejos, había un puntito azul. No pudo resistirse, y decidió acercarse para verlo mejor. A medida que el puntito fue creciendo, pudo ver que su color marino era intenso y brillante y que este se mezclaba con marrones de tierra y arena. Cuanto más se aproximaba a aquella extraña bola, más le atraía; nunca había visto nada igual. Estuvo observándolo durante un largo rato, pero sentía la necesidad de acercarse y ver cómo era realmente.
Aunque la estrella fugaz lo recordaría para siempre, fue apenas un instante lo que les unió. Un breve espacio de tiempo, bastó para saber que nunca había visto nada tan bello. Estuvo a su lado, lo contempló y escuchó como le susurraba palabras, sonrisas y lloros, luces y colores de todos los aromas.
Hubo momentos que hasta rozó su piel, suave y despacio, pero la estrella se puso tan nerviosa que ni pensó ni supo valorar lo efímero del instante. Ni siquiera supo hacer las preguntas adecuadas.
Pero todo se esfumó. De repente, todo se volvió oscuro de nuevo. Tal vez fuera porque la estrella no supo explicarle lo que significaba para ella, tal vez fue culpa de los dos.
Hoy, una estrella fugaz cualquiera piensa que tal vez pueda volver algún día a ese reino y pasar tiempo con su puntito, mientras se aleja, sin remedio, hacia el incierto infinito del espacio.