jueves, 9 de octubre de 2008

No sabía dónde iba cuando se fue, ni supo qué hacer cuando llegó. Siempre se había sentido perdido, fuera de lugar. Fue una de las muchas cosas que no cambió.
El problema de tener mucho tiempo es que acabas pensando. Y lo malo de pensar es que, antes o después, te acabas dando cuenta de que las cosas van mal. Su mayor agonía eran los trayectos en metro. Ese hervidero de calor y prejuicios le parecía eterno. Aunque lo retrasaba todo lo posible, siempre empezaba demasiado pronto; aunque lo único que deseaba era llegar a su destino, siempre acababa demasiado tarde.
Para distraerse, observaba todo lo que le rodeaba. Siempre veía a su alrededor lo que él nunca podría tener. Veía madres con tiempo para sus hijos, veía gente leyendo, gente hablando y riendo. Intentaba fijarse en todos los detalles. Menos en los ojos. Cuando, sin querer, tropezaba con alguno sentía vergüenza y huía. Nunca llegó a saber lo que realmente se escondía detrás de esas miradas, nunca supo ponerle nombre. Era una mezcla entre miedo, pena, desprecio e indiferencia. Pero lo que menos entendía era el por qué de esas miradas. ¿Acaso era diferente? ¿A caso era peor? No lo sabría.
Algunas veces se sentía tan distinto que, sin que nadie le viera, se le escapaba una lágrima. Lloraba en silencio, sólo, mientras la gente pasaba a su lado, se apretaba contra él en el hormiguero de la hora punta. Nadie reparaba en su llanto, nadie supo nunca por qué lloraba.
En esos momentos, la indiferencia del mundo se le atragantaba en la garganta. Caminaba, sin rumbo, sobre un suelo de cristal que se rompía a su paso, como la vida prometida que había venido a buscar.
Sólo una vez, una única vez, alguien se paró a su lado. Era un niño pequeño. Se quedó unos momentos mirándole. En su mirada no había nada, sólo curiosidad.
- “¿Lloras porque no tienes casa?”, le preguntó de repente.
- “No. ¿Por qué crees que no tengo casa?”
- “Bueno, los negros nunca tienen casa, ¿no?”
Esbozó una triste sonrisa, la sinceridad sin maldad de aquel niño le inspiró ternura.
- “Lloro porque no tengo hogar.”
Y supo que nunca sería feliz.

4 comentarios:

Jesús V.S. dijo...

Alguna vez tuve miedo a encontrar algunos ojos.

Me encantó el texto, muy sincero y muy "de calle", aunque transcurra en el metro. El final con la aparición del niño es increíble. ¡Enhorabuena por ello!

Un beso grande. :)

Anónimo dijo...

A mí, mirar a otros ojos –directamente, sin ningún complejo- me da miedo: los ojos queman a los ojos. Al fin y al cabo, la mirada es la única forma de posesión completa, total. Y yo ando siempre apartando los ojos, me parece... Menos mal el papel.

¿Tristeza, o para tí tiene otro nombre? Nostalgias, qué se yo...

Anita dijo...

Yo creo que lo que da miedo de los ojos es encontrar en ellos lo que buscas... o lo que esperas no encontrar.
Para mí son la forma de expresión y comunicación que más cosas a la vez puede transmitir.
Muchas veces, una simple mirada basta para tantas cosas...
No creo que haya que temer los ojos, sino saber escucharlos. Hay que afrontarlos como el niño, con sincera curiosidad. Al fin y al cabo, ¿no es la curiosidad la que mueve (o debería mover) el mundo?

Un beso!

Anónimo dijo...

Gracias. Reflexiono sobre tus palabras...