viernes, 17 de septiembre de 2010

Cosas que sólo se aprenden en el dentista

Tras una intervención con anestesia, salgo del dentista. Cualquiera que haya pasado por eso, conocerá la irrefrenable necesidad de probar qué se siente al no sentir nada. Muerdo levemente, sé que no dolerá y no duele. Y pienso cuántas veces he deseado ser así yo. Insensible al dolor. Y sigo mordiendo y sigue sin doler. Ser inmune al dolor. Poder acercarte a las personas sin temor a que algún día te muerdan y te dejen, en el suelo, retorciéndote de sufrimiento. Sería fácil. Tremendamente sencillo.
Una única gota, un sabor me despierta. Pero no duele. Sangre. Y así, de pronto, recuerdo lo importante que es el dolor. Es, en realidad, lo único que nos defiende del exterior. Es, en realidad, nuestro único escudo. El aviso de que algo va mal, un quejido del cuerpo que nos hace darnos cuenta. En muchos casos lo único que nos recuerda que estamos vivos.
Sin dolor, seguiríamos mordiendo. Seguiríamos sangrando. Seguiríamos sufriendo, sólo que sin darnos cuenta. Tendríamos las mismas cicatrices, abiertas y cerradas. No evitaríamos que nadie nos mordiera, no evitaríamos que se llevaran pedazos de nosotros. Pero sin dolor.
Prefiero darme cuenta de que alguien me muerde, que alguien me desgarra, me deshace. Prefiero saber qué partes de mi faltan, qué partes se han llevado. Para retroceder. O avanzar.
Y así, de pronto, me doy cuenta de que, tal vez, no sea tan malo que me duelas, amor.